Tumba de Tutankamón (5)

El 4 de noviembre de 1922, los trabajadores que acompañaban a Howard Carter, descubrieron un escalón de granito.
A la noche siguiente, el 5 de noviembre, quedaron al descubierto once más, y tras el último (16), se encontraba el dintel de una puerta, cerrada y sellada.
El sello con el nombre de Tutankamón.
La cámara funeraria.
Cuando los arqueólogos se pusieron ante la puerta del enorme catafalco dorado, situada en la cara Este, vieron con desilusión que los sellos habían sido rotos en la antigüedad, por lo que solo hubieron de descorrer el cerrojo para poder abrir la capilla.
Al hacerlo, ante ellos apareció un armazón de madera de la que pendía un sutil velo con margaritas de bronce cosidas.
El peso de las margaritas había acabado por rasgar la tela amarilleada por los siglos.
Al retirar el velo de las margaritas, apareció una segunda capilla con picaportes de ébano que no habían sido abiertas desde el entierro. 
Así parecía ponerlo de manifiesto las cuerdecillas que unían dos anillos de bronce en los bordes que unían ambas puertas, y las improntas de los sellos de terracota, que presentaban su ligadura intacta.
Howard Carter, tras semanas de excavación, el 16 de febrero de 1923 procedió a desmontar y a abrir los diferentes sarcófagos.
El tesoro se componía de cuatro templetes de oro que contenían un sarcófago hecho de cuarcita y tres ataúdes.
El primero de madera, encerrado sucesivamente en otros dos, colocados a su vez en uno exterior de cuarcita amarilla donde se grabaron los nombres y títulos del faraón.
El segundo había sido envuelto en una manta con margaritas de plata, y el último, que medía 1,85 metros, era de oro macizo de un espesor de 2,5 milímetros. 
En él descansaba el cadáver, pequeño y delicado, de Tutankamón, envuelto en telas de lino y cubierto el rostro con una enorme máscara de oro de aspecto triste, aunque tranquilo.
El oro de la máscara brillaba radiante como si acabara de salir de las manos del artista que lo trabajó.
Aquella máscara fúnebre representaba a Tutankamón en toda su gloria real.
Sus manos, juntas, apretaban las insignias del poder: la vara curvada y el abanico que estaba, al igual que la cruz, con incrustaciones de cerámica azul. 
El rostro aparecía modelado en oro purísimo, en el que los ojos eran de obsidiana y aragonito, y las cejas y pestañas, de lapislázuli. 
Con sus variadas tonalidades, aquel rostro daba la impresión de mantenerse vivo.
La momia de Tutankamón dentro de su ataúd de oro macizo cubierto por una sábana y collares florales.
(Fotos de Harry Burton fotógrafo contratado por Howard Carter). 
Toda riqueza dejó insensible a los arqueólogos cuando descubrieron sobre la momia un manojo de flores silvestres, homenaje de amor de la reina Ank-sen-Amon a su esposo fallecido.
Era un ramo de semillas y flores hecho a base de cabezuelas, azucenas y lotos, cuyos pétalos marchitos aún conservaban un ligero color.
Según los entendidos, el ramo debió de colocárselo la joven reina a su marido poco antes de que cerraran el ataúd.
A la vista de aquello, un soplo poético conmovió a los especialistas de la egiptología.
Carter dijo que el ramillete les provocó la emoción más fuerte de la jornada, era el testimonio del amor al cabo de 3273 años.
Por encima de los tesoros anteriores, Carter quedó profundamente impresionado al hallarse frente a la máscara de Tutankamón y un ramillete de frágiles flores que rodeaba su cuello. 
Aquella pequeña corona de flores -escribió-, era la última ofrenda de despedida de la joven viuda a su esposo. 
Todo el brillo del oro palidecía ante las pobres flores marchitadas, que aún conservaban la encarnación mate de sus colores originales.
Tutankamón: "Que tu Ka viva, que cumplas millones de años, tú que amas a Tebas, sentado con el rostro hacia el viento del norte, viendo tus dos ojos la felicidad."
"Estoy vivo. Me siento fuerte. He despertado. 
Mi cuerpo no será destruido en esta tierra eterna." 
(Resurrección del difunto). 
Si mi Ba me escucha y está de acuerdo su pensamiento conmigo, entonces seré un afortunado.